Eva tenía esa manía increíble de volver locos a todos los hombres con los que se topaba, sobre todo a mí. Supongo que todos tenemos nuestras manías, pero esa mujer era todo un caso.
Eva no tuvo el placer de volver loco a su padre, pues este la abandonó antes de que pudiera tan solo recordarlo, pero sí volvió prácticamente loco a su padrastro y también a su pobre hermano, quienes tuvieron que hacer más de una maroma y no escatimar en esfuerzos para ayudarla a que superara su adicción a la cocaína, a la cual se volvió adicta después de la pérdida de su madre por culpa de un maldito cáncer de esófago.
Eva estuvo un tiempo entre mis sábanas y, mientras pasaban los días, pude presenciar la forma y todos los detalles que envolvían su ser. Solía quejarse de su novio en mi presencia, y yo, sin conocerlo del todo, a veces le daba la razón en silencio. Supongo que, si los dos hemos habitado la misma piel, podríamos coincidir en algunos pensamientos con respecto a ella.
Eva decía cosas como:
“Kevin es incapaz de hacérmelo toda la noche, el muy capullo siempre tiene alguna excusa para deshacerse de mí después de hacer el amor tan solo un par de veces”.
Pero la verdad es que Eva era toda una insaciable en la cama. Yo también habría inventado alguna excusa después del cuarto polvo, pues esta no parecía cansarse con nada. Era tan orgullosa como única, incapaz de admitir errores o de hacer algo por otro sin antes obtener placer propio.
Tenía cierta obsesión con los gatos: ocho vivían con ella, y otros tantos venían a visitarla. Siempre había que sacar alguno de la habitación para poder tener intimidad, excepto a Saturno, un gato negro de ojos amarillos que simplemente se quedaba observando, silencioso y estoico.
Eva, en conversación, era tan delicada como una rosa. Articulaba sus palabras con la precisión de un aristócrata, lo que contrastaba con su residencia en la zona roja de la ciudad. Pero cuando se trataba de sexo, se transformaba. Gritaba vulgaridades que, de no ser por su intensidad, parecerían impensables saliendo de sus labios: “VIÓLAME, MALDITO” o “MALDITA SEAS, CÓMO AMO TU JODIDA VERGA”.
Eva, mujer, ¿cómo no describirte en blancos papiros? Recuerdo los viernes por la noche después del trabajo, cuando invitabas a un grupo peculiar de la oficina. Estaban Irene, que solo te hablaba borracha, y César, el tipo de las historias imposibles. Una vez dijo que se besó con una cantante famosa y su asistente, y todos lo miramos sin decir nada.
También tenías esa manía de besarte con tu novio mientras me mirabas. Yo, incómodo, miraba a Saturno, y él, con su mirada felina, parecía decirme: “AGUANTA, TÍO”. Y yo respondía: “SÍ, SATURNO, LO SÉ. YO FIRMÉ ESE CONTRATO DE SER EL SEGUNDO PLATO DE ESA FINA MESA”.
Eva también tenía esa costumbre de volverse psicoanalista después del sexo. Yo solía huir de sus preguntas con una ráfaga de besos. Llamadme inseguro, pero temía que, si descubría todo sobre mí, perdería el interés. Ella era sapiosexual, y yo me vestía de enigma para mantenerla interesada.
Una noche, después del sexo, me dijo:
—Tengo una hipótesis sobre ti, Bompart.
—Dime, Eva. ¿Qué será esa hipótesis que traes sobre mí, mujer?
—Esa manera en que evades mis preguntas… llámame loca, pero siento que solo te gusta hacerte el interesante. Quizás no tengas mucho que contar. Quizás eres solo un ser aburrido que juega a hacerse cautivador.
—¿Con que eso crees de mí, mujer? —respondí rascándome la cabeza.
—Dime que me equivoco, hombre. A tu favor debo decir que, si es verdad, haces muy bien tu papel. Eres un maestro.
—No sé qué quieres que te diga, mujer. Es tu jodida hipótesis.
—Respóndeme algo por esta vez, hombre. ¿Qué es eso que te gusta tanto de mí?
—¿Quieres que te diga qué me gusta de ti, mujer? Mejor deja que te diga qué es todo eso que me vuelve loco de ti.
—¡¿Acaso no es lo mismo?! —respondió seca y tajante.
—Tienes razón. Amo esos detalles tuyos que no encuentro en ninguna otra. Tus palabras articuladas, tu transformación al coger, tu mirada cuando besas a tu novio mientras me petrificas… eso me fascina.
—¿Y eso te molesta?
—Mujer, eso me encanta. Eres una heredera de Caín. Juegas con mi mente como ninguna otra. Cometes tus actos impíos sin remordimiento. Mueves tus fichas a tu antojo y eso me encanta.
Después de mis palabras, me diste un beso breve, mojado, eterno. Luego te levantaste desnuda, abriste la puerta al jardín y bailaste sin música. No recuerdo haber sentido tanta melodía en el aire. Bailabas entre azucenas, margaritas y tres gatos molestos que, como yo, solo querían un poco más de tu atención.
Eva, eras una pintura en movimiento. Así te quiero recordar: entre gatos y flores, bailando desnuda, irreverente, viva. Hoy has vuelto a las drogas, vendes tu cuerpo para pagarlas. No escuchas consejos, no aceptas ayuda. Tan única como solemne, has llegado a la línea que separa el hedonismo del suicidio, Eva.
Y aun así, maldita mujer, sigues bailando.
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