En mis primeros años en el instituto fui considerado un erudito del álgebra. El estudio de la física se había vuelto para mí un simple paseo en el parque en un día soleado, y la química era más de lo mismo: bastante simplona para mi gusto. Si entendías el carbono y sus enlaces, entendías su universo. Dominé rápidamente cualquier ciencia que envolviera mis estudios, y mis notas hablaban por sí solas.
Mis padres alardeaban de manera descarada ante sus amistades del genio que habían concebido, y los profesores ya planeaban mi brillante futuro dentro de sus proyectos. Sin embargo, con el paso del tiempo, los números y símbolos comenzaron a hartarme de cierta manera. Me aburrían con facilidad. Su tibia sencillez no me desafiaba. No había ecuación compleja que no pudiera resolver con un poco de estudio e imaginación. Todo eso era la nada, a comparación de aquel complejo ser que eclipsaba mis pupilas.
Decenas de estos míticos seres se paseaban a su antojo a mi alrededor. No existía fórmula ni teorema capaz de explicar su impredecible comportamiento. Aquellos seres eran totalmente indescifrables, llenos de incógnitas y variables que escapaban a toda lógica. Para entender su mundo, recurrí a la única fuente inagotable de información que conocía en ese momento: la biblioteca central. Leí cientos de artículos y decenas de libros con la esperanza de aprender cómo acercarme, de saber qué decir. Pero nada funcionaba para mí.
Era un escuincle sin brillo. Un paliducho insignificante, de pocos gestos y gracia nula. Un animal inservible que, al intentar entablar conversación, era poseído por una tartamudez ridícula.
Entonces decidí dar un giro de 180 grados a mi vida.
Me volví un adicto a las pesas, a mejorar mi imagen. También me volví un adicto a las calles y sus placeres mundanos. Aprendí a apostar —porque uno tiene que aprender a ganar y a perder en el juego de la vida, igual que con las mujeres—. Frecuenté clubes nocturnos. Me obligué a crear situaciones de interacción con ese ser que abducía mis pensamientos. Y perdí. Claro que perdí muchas veces. Más de las que cualquiera podría aceptar. Pude haber abandonado, pero crecer bajo la complicada constelación de Escorpio te hace más terco que nadie. Así que lo supe, siempre lo supe: un día comenzaría a ganar. Y así sucedió.
Mi brillante futuro fue consumido por todos esos grandes cambios. Todos se decepcionaron de mí. Mis padres, en primer lugar. Luego mis profesores. Muchos no dijeron nada, pero en su mirada habitaba una visceral decepción.
¿Pero qué esperaban todos esos sapos anfibios de mí? ¿Acaso llegaron a creer que les resolvería el problema del calentamiento global? ¡Dime, a cuenta de qué! ¿Qué pensaban esos animales de masa encefálica atolondrada? ¿Que inventaría algún proceso que revertiría la contaminación de los mares, para que puedan seguir viviendo en su mundo de fantasía y colores?
¿Y qué hay con mi mundo? ¡Dime, qué hay con salvar mi jodido mundo!
¡Dime, acaso el escuincle no cuenta!

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